Reproducimos la entrevista al Obispo de Tánger aparecido en el periódico El Levante, por su interés.
Aquí el enlace a la noticia.
Santiago Agrelo, de 71 años, en el Colegio Mayor Santo Tomás.jaume verdú
Por el aspecto muy sencillo, con un pin de Cáritas en la solapa no parece un arzobispo; por el número de fieles de su diócesis apenas unos 2.000 católicos de paso por Tánger tampoco; pero es su discurso lo que marca las diferencias en este gallego. Ayer habló en Valencia en una jornada para curas sobre la Teología de la Caridad.
PACO CERDÀ | VALENCIA Dice la Biblia: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo». Y nosotros plantamos una valla en la frontera.
Hay que diferenciar dos mundos: el mundo de los intereses nacionales, que no sé con qué criterios se determinan, y el mundo de la fe, donde no hay fronteras.
Pero el primero es el que cuenta para quien salta la valla.
Así es. Aun así, ellos tienen su fe. Si no religiosa, sí tienen fe en un sueño, que es una manera de creer en algo. Esa fe en un sueño da una fuerza tan grande que les lleva incluso a desafiar a la muerte. ¡Ojalá los que decimos que tenemos fe en Dios o que creemos en el Evangelio nos moviéramos con la fuerza que ese sueño da a los subsaharianos que saltan la valla! Pero no es sólo un sueño, sino la realidad de escapar de una triste realidad de miseria, violencia, falta de perspectivas? Esa amarga realidad hace ilusionante el sueño.
El problema de la frontera no es la valla ni las cuchillas ni la Guardia Civil. Usted va más al fondo.
Sí. Si yo pongo una valla y cuchillas en la frontera es porque la considero infranqueable para determinadas personas. ¿Pero quién soy yo para impermeabilizar esa frontera? ¿Tengo yo más derecho que el que tiene el pobre a traspasarla? Cuando se trata de legislar respecto a los pobres lo hacemos siempre los ricos, y siempre desde nuestra perspectiva y no respecto a sus necesidades. En ese sentido, las fronteras son racionales para los ricos, pero son irracionales, absurdas, opresoras y discriminatorias para los pobres. ¿Sería posible que a la hora de legislar tuviéramos la delicadeza de preguntarles a ellos qué esperan y cómo podemos ayudarles?
Pero no nos importa.
¡Ésa es la cuestión! El problema es político. Qué importa que ahora retiren las cuchillas si no los van a dejar pasar igual.
Porque son pobres.
Claro. Cada año presumimos de que nos visiten 60 millones de turistas, pero cerramos la frontera a estos 4.000 o 5.000 inmigrantes.
¿Eso es fruto de una política racista y clasista?
Es fruto de una política equivocadamente economicista. Se considera que estas personas vienen a restarnos recursos, a ser un gasto y no un beneficio. Con ese criterio les bloqueamos el paso. Incluso nos permitimos el lujo de considerar eso un favor que les hacemos: «No pasan porque lo van a pasar mal», decimos. Han de cambiar las políticas y las conciencias.
Desde Tánger, la Iglesia católica se verá más allá de los divorciados y los homosexuales.
[Ríe] Digamos que la cosa nos concierne poco o nada. Además, eso va mucho con la mentalidad de las personas, la educación recibida y el trato mantenido. En mi vida hubo siempre homosexuales y divorciados. Los vi como amigos, algunas veces como amigos íntimos. En la Iglesia nadie debe emitir juicios. Tú acoges, escuchas, acompañas, sigues. Eso es el Evangelio.
¿Por qué no impera esa visión?
Si te han enseñado a reducir el Evangelio a lo doctrinal, a la verdad, mirarás todas las cosas desde esa perspectiva de la verdad. Sin embargo, cuando la vida está regulada no por una supuesta verdad, sino por el amor, todo es posible. Ninguna persona se ha de quedar a la puerta de mi casa, sea de otra religión, ateo, homosexual o no importa qué. Jesús no preguntaba identidades. Queda mucho por cambiar en nuestra mentalidad.
¿La Iglesia debe primar su papel de ONG frente al de coaccionadora del poder?
Ni una cosa ni otra. La Iglesia no ayuda al otro como filantropía, sino como continuación del amor de Cristo en el mundo, que es mucho más que ser una ONG. Otra cosa es la cuestión del poder. Ahí tenemos un problema serio. En vez de ser fermento en la masa social es decir, disolvernos en ella, seguimos pretendiendo ser órganos de poder. En este aspecto, a la Iglesia aún nos toca recorrer un camino de discernimiento, renuncia y empobrecimiento. Todavía nos sentimos poderosos. Pero eso a Dios no le gusta.
De todas las manchas que arrastra la Iglesia en la actualidad, ¿cuál le duele más?
A la Iglesia nos ha hecho sangrar mucho el asunto de la pederastia, porque es un problema muy serio y muy doloroso para las víctimas por el daño que se ha hecho a tantas personas. Al mismo tiempo, para nosotros ha sido doloroso porque se señaló a la Iglesia, en general, como responsable de ese daño. Yo me he pasado la vida entre niños y jóvenes; he dado la vida en medio de ellos. Y aunque a mí no me ha pasado, que entres en un bar y te digan «pederasta» es algo terrible. Aparte de eso, nos hace mucho daño que se asocie a la Iglesia con el PP.
Disculpe el inciso, pero esa vinculación se la han ganado a pulso?
Sí, sí. Pero lo que digo es que nos hace daño.
¿Por qué?
Nos hace daño porque el Evangelio no es de derechas.
Todo lo contrario.
Sí. No sé si se entenderá si digo que Dios es de izquierdas. Con lo cual no digo que sea del PSOE o de Izquierda Unida. Dios sería de derechas si se preocupara de Dios, pero es de izquierdas porque se preocupa de ti y de mí. La Iglesia ha de mostrar que no se preocupa de sí misma ni de Dios, sino del otro. En este sentido, nos hace daño que se nos identifique con políticas que se preocupan del dinero y de cosas que no tocan.
¿Por qué es tan raro encontrar este discurso en la jerarquía?
Se trata de la cercanía con la que vives la pobreza. Pongo un ejemplo: en 2005, yo era párroco en la diócesis de Astorga. Hubo un intento de salto a la valla de Ceuta y murieron cinco inmigrantes. Recuerdo que pensé: qué vienen a hacer, quién les manda subirse a la valla, la Guardia Civil tiene que rechazarlos. Ése era mi pensamiento. Luego llego a Marruecos y me encuentro con ellos. Y mi pensamiento ha cambiado. Porque una cosa es hablar de la pobreza y otra cosa es encontrarte con el pobre. Ahora ya sé porque suben a esa valla. Mil cosas empujan a esas personas a una valla a la que nunca hubieran querido acercarse si hubieran tenido otra posibilidad. Por eso considero que el discurso de la Iglesia cambiará en tanto en cuanto cambie su relación con los pobres, su contacto directo.
Hay que diferenciar dos mundos: el mundo de los intereses nacionales, que no sé con qué criterios se determinan, y el mundo de la fe, donde no hay fronteras.
Pero el primero es el que cuenta para quien salta la valla.
Así es. Aun así, ellos tienen su fe. Si no religiosa, sí tienen fe en un sueño, que es una manera de creer en algo. Esa fe en un sueño da una fuerza tan grande que les lleva incluso a desafiar a la muerte. ¡Ojalá los que decimos que tenemos fe en Dios o que creemos en el Evangelio nos moviéramos con la fuerza que ese sueño da a los subsaharianos que saltan la valla! Pero no es sólo un sueño, sino la realidad de escapar de una triste realidad de miseria, violencia, falta de perspectivas? Esa amarga realidad hace ilusionante el sueño.
El problema de la frontera no es la valla ni las cuchillas ni la Guardia Civil. Usted va más al fondo.
Sí. Si yo pongo una valla y cuchillas en la frontera es porque la considero infranqueable para determinadas personas. ¿Pero quién soy yo para impermeabilizar esa frontera? ¿Tengo yo más derecho que el que tiene el pobre a traspasarla? Cuando se trata de legislar respecto a los pobres lo hacemos siempre los ricos, y siempre desde nuestra perspectiva y no respecto a sus necesidades. En ese sentido, las fronteras son racionales para los ricos, pero son irracionales, absurdas, opresoras y discriminatorias para los pobres. ¿Sería posible que a la hora de legislar tuviéramos la delicadeza de preguntarles a ellos qué esperan y cómo podemos ayudarles?
Pero no nos importa.
¡Ésa es la cuestión! El problema es político. Qué importa que ahora retiren las cuchillas si no los van a dejar pasar igual.
Porque son pobres.
Claro. Cada año presumimos de que nos visiten 60 millones de turistas, pero cerramos la frontera a estos 4.000 o 5.000 inmigrantes.
¿Eso es fruto de una política racista y clasista?
Es fruto de una política equivocadamente economicista. Se considera que estas personas vienen a restarnos recursos, a ser un gasto y no un beneficio. Con ese criterio les bloqueamos el paso. Incluso nos permitimos el lujo de considerar eso un favor que les hacemos: «No pasan porque lo van a pasar mal», decimos. Han de cambiar las políticas y las conciencias.
Desde Tánger, la Iglesia católica se verá más allá de los divorciados y los homosexuales.
[Ríe] Digamos que la cosa nos concierne poco o nada. Además, eso va mucho con la mentalidad de las personas, la educación recibida y el trato mantenido. En mi vida hubo siempre homosexuales y divorciados. Los vi como amigos, algunas veces como amigos íntimos. En la Iglesia nadie debe emitir juicios. Tú acoges, escuchas, acompañas, sigues. Eso es el Evangelio.
¿Por qué no impera esa visión?
Si te han enseñado a reducir el Evangelio a lo doctrinal, a la verdad, mirarás todas las cosas desde esa perspectiva de la verdad. Sin embargo, cuando la vida está regulada no por una supuesta verdad, sino por el amor, todo es posible. Ninguna persona se ha de quedar a la puerta de mi casa, sea de otra religión, ateo, homosexual o no importa qué. Jesús no preguntaba identidades. Queda mucho por cambiar en nuestra mentalidad.
¿La Iglesia debe primar su papel de ONG frente al de coaccionadora del poder?
Ni una cosa ni otra. La Iglesia no ayuda al otro como filantropía, sino como continuación del amor de Cristo en el mundo, que es mucho más que ser una ONG. Otra cosa es la cuestión del poder. Ahí tenemos un problema serio. En vez de ser fermento en la masa social es decir, disolvernos en ella, seguimos pretendiendo ser órganos de poder. En este aspecto, a la Iglesia aún nos toca recorrer un camino de discernimiento, renuncia y empobrecimiento. Todavía nos sentimos poderosos. Pero eso a Dios no le gusta.
De todas las manchas que arrastra la Iglesia en la actualidad, ¿cuál le duele más?
A la Iglesia nos ha hecho sangrar mucho el asunto de la pederastia, porque es un problema muy serio y muy doloroso para las víctimas por el daño que se ha hecho a tantas personas. Al mismo tiempo, para nosotros ha sido doloroso porque se señaló a la Iglesia, en general, como responsable de ese daño. Yo me he pasado la vida entre niños y jóvenes; he dado la vida en medio de ellos. Y aunque a mí no me ha pasado, que entres en un bar y te digan «pederasta» es algo terrible. Aparte de eso, nos hace mucho daño que se asocie a la Iglesia con el PP.
Disculpe el inciso, pero esa vinculación se la han ganado a pulso?
Sí, sí. Pero lo que digo es que nos hace daño.
¿Por qué?
Nos hace daño porque el Evangelio no es de derechas.
Todo lo contrario.
Sí. No sé si se entenderá si digo que Dios es de izquierdas. Con lo cual no digo que sea del PSOE o de Izquierda Unida. Dios sería de derechas si se preocupara de Dios, pero es de izquierdas porque se preocupa de ti y de mí. La Iglesia ha de mostrar que no se preocupa de sí misma ni de Dios, sino del otro. En este sentido, nos hace daño que se nos identifique con políticas que se preocupan del dinero y de cosas que no tocan.
¿Por qué es tan raro encontrar este discurso en la jerarquía?
Se trata de la cercanía con la que vives la pobreza. Pongo un ejemplo: en 2005, yo era párroco en la diócesis de Astorga. Hubo un intento de salto a la valla de Ceuta y murieron cinco inmigrantes. Recuerdo que pensé: qué vienen a hacer, quién les manda subirse a la valla, la Guardia Civil tiene que rechazarlos. Ése era mi pensamiento. Luego llego a Marruecos y me encuentro con ellos. Y mi pensamiento ha cambiado. Porque una cosa es hablar de la pobreza y otra cosa es encontrarte con el pobre. Ahora ya sé porque suben a esa valla. Mil cosas empujan a esas personas a una valla a la que nunca hubieran querido acercarse si hubieran tenido otra posibilidad. Por eso considero que el discurso de la Iglesia cambiará en tanto en cuanto cambie su relación con los pobres, su contacto directo.
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