El 7 de octubre
se celebra el Día Mundial por el Trabajo Decente. Con este motivo, y por
segundo año consecutivo, las entidades que formamos la Iniciativa Iglesia por
el Trabajo Decente hemos convocado el concurso de relatos “El trabajo decente
no es un cuento”.
El que ahora
presentamos es el relato ganador del concurso en la diócesis de Valencia donde
convocan Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), Cáritas Diocesana de
Valencia, Confederación Española de Religiosos (CONFER) y el Servicio Jesuita a
Migrantes (SJM).
Abro los ojos, vuelvo a cerrarlos con fuerza, pero no, no es un sueño. La luz entra por la única ventana del barracón, donde 50 mujeres recién despiertas nos desperezamos, una a una, como robando un poco de tiempo a esta realidad tan dura. Entreabro los ojos y veo las motas de polvo a través de un rayo de luz que entra por una grieta del barracón, juegan entre ellas, danzando sin parar, hasta llegar el suelo. Ajenas a todo lo que sucede, polvo en el polvo.
Recuerdo las
mañanas en mi casa: mis hijos jugando con los perros, el gallo al que le da por
cantar a esa hora, la oración en la radio, el olor a pan tostado… y entonces
luzco la única sonrisa del día. Me pongo mi ropa de trabajo lentamente, mi hiyab con cuidado y delicadeza. Escucho
dos compañeras hablar, pero no entiendo lo que dicen, sólo hablo árabe, es la
primera vez que salgo de mi país, no hablo español, ni sé de leyes laborales.
Hace 34 días
estoy aquí. Aún conservo entre mis cosas un folleto del colectivo de agricultores
de Marruecos, con las condiciones para poder venir a trabajar: “Mujeres de
entre 18 y 45 años, rurales, casadas, a poder ser con hijos menores de 14 años,
con buena salud”. El objetivo es que no tengamos ni la intención de quedarnos
en el país, sino que seamos explotadas y devueltas a Marruecos.
Alguien me llama
por mi nombre, Zina.
Esa soy yo.
Zina, trabajadora
marroquí de los campos de fresas de España. España mi sueño y también mi
pesadilla. Me giro rápidamente con miedo pero son mis compañeras que me invitan
a sentarme a desayunar. Nos sentamos sin hacer ruido, silenciosas y dóciles,
como siempre.
Atrás quedaron
mis hijos, mi casa, el trabajo en el campo, el dinero pedido para poder viajar,
hacer los trámites. Atrás quedó el confiar en que se cumpla lo prometido.
Llegué el 28 de
abril con el acuerdo para trabajar tres meses, seis días a la semana por 40
euros. La empresa se comprometía a darnos casa, ducha, todo. Solo teníamos que
pagar la comida. Y esto ha sido todo mentira. Una triste mentira.
Hay un grupo de
mujeres que quiere escaparse, las escucho hablar en la mesa de al lado,
mientras desayunamos. Como si migrar para encontrar trabajo aunque sea temporal
haya sido tan fácil…
¿Y si volvemos? ¿A
dónde ir ahora? ¿A quién pedir ayuda? ¿A quién decirle que nuestro jefe nos
hace propuestas sexuales explícitas si no sabemos ni hablar su idioma?
En el caso de las
mujeres musulmanas, como yo, el hecho de que un hombre llegue a tocarnos tiene
también un significado que mancha nuestra religión. Nos encontramos en Ramadán
y, siguiendo con las leyes del islam, durante el ayuno
ningún varón puede tener contacto con nosotras. Mi dignidad está por los
suelos.
Las mujeres de la
mesa de al lado dicen que hay que denunciar para que a otras mujeres no les
suceda lo mismo que a nosotras. Yo no lo sé. Sólo quiero comida para mis hijos.
Nos han dicho que “las fresas son frutos delicados que tienen que ser cogidos
por manos delicadas” ¿Acaso somos nosotras sumisas, frágiles y delicadas? Los
dueños nos han llegado a amenazar con decirles a nuestras familias que veníamos
a ejercer la prostitución, romperían nuestro honor en nuestro país, ya que sólo
con la duda seríamos repudiadas.
Sentada en mi
mesa de desayuno, cojo una hoja de periódico viejo. Me llama la atención una
foto, mujeres trabajando en el campo, recogiendo fresas; veo muchas palabras escritas
“Jornada Mundial por el Trabajo Decente, 7 de octubre”… Lástima… no sé qué
dice… Envuelvo con la hoja un trozo de pan con mantequilla, por si tengo hambre
durante el trabajo y lo guardo en el bolsillo del pantalón.
No hay salida.
Pienso en mi
familia.
Me alcanzan las
botas de lluvia y el chubasquero, llueve copiosamente y hay que salir a recoger
las fresas. La lluvia me llena la cara de gotas, que se confunden con mis
lágrimas. Como una ceremonia aprendida de memoria, me inclino hacia adelante,
me acomodo el hiyab, el jefe dice que
las mujeres tenemos flexibilidad y aguante para pasar horas y horas con los
riñones flexionados, me contaron mis compañeras y así será.
Sólo tengo
algunos deseos: que nos paguen en el Puerto de Algeciras, dentro de un par de
meses. Deseo que esto acabe. Deseo que se me curen las heridas de las manos.
Deseo recuperar mi dignidad. Deseo que mis hijas mujeres no tengan que pasar
por esto. Deseo que ninguna mujer del mundo deba pasar más por esto.
Me acompañan mis hijos en el
pensamiento y mientras camino por el barro arrastrando los pies…cantando una
antigua canción marroquí que me enseñó mi abuela… pienso… que para
nosotras…mujeres… extranjeras o no… a veces… ¡la vida es un campo de fresas!