dijous, 10 d’octubre del 2019

La vida es un campo de fresas


El 7 de octubre se celebra el Día Mundial por el Trabajo Decente. Con este motivo, y por segundo año consecutivo, las entidades que formamos la Iniciativa Iglesia por el Trabajo Decente hemos convocado el concurso de relatos “El trabajo decente no es un cuento”.

El que ahora presentamos es el relato ganador del concurso en la diócesis de Valencia donde convocan Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), Cáritas Diocesana de Valencia, Confederación Española de Religiosos (CONFER) y el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM). 

Abro los ojos, vuelvo a cerrarlos con fuerza, pero no, no es un sueño. La luz entra por la única ventana del barracón, donde 50 mujeres recién despiertas nos desperezamos, una a una, como robando un poco de tiempo a esta realidad tan dura. Entreabro los ojos y veo las motas de polvo a través de un rayo de luz que entra por una grieta del barracón, juegan entre ellas, danzando sin parar, hasta llegar el suelo. Ajenas a todo lo que sucede, polvo en el polvo.


Recuerdo las mañanas en mi casa: mis hijos jugando con los perros, el gallo al que le da por cantar a esa hora, la oración en la radio, el olor a pan tostado… y entonces luzco la única sonrisa del día. Me pongo mi ropa de trabajo lentamente, mi hiyab con cuidado y delicadeza. Escucho dos compañeras hablar, pero no entiendo lo que dicen, sólo hablo árabe, es la primera vez que salgo de mi país, no hablo español, ni sé de leyes laborales.
Hace 34 días estoy aquí. Aún conservo entre mis cosas un folleto del colectivo de agricultores de Marruecos, con las condiciones para poder venir a trabajar: “Mujeres de entre 18 y 45 años, rurales, casadas, a poder ser con hijos menores de 14 años, con buena salud”. El objetivo es que no tengamos ni la intención de quedarnos en el país, sino que seamos explotadas y devueltas a Marruecos.

Alguien me llama por mi nombre, Zina.

Esa soy yo.

Zina, trabajadora marroquí de los campos de fresas de España. España mi sueño y también mi pesadilla. Me giro rápidamente con miedo pero son mis compañeras que me invitan a sentarme a desayunar. Nos sentamos sin hacer ruido, silenciosas y dóciles, como siempre.

Atrás quedaron mis hijos, mi casa, el trabajo en el campo, el dinero pedido para poder viajar, hacer los trámites. Atrás quedó el confiar en que se cumpla lo prometido.
Llegué el 28 de abril con el acuerdo para trabajar tres meses, seis días a la semana por 40 euros. La empresa se comprometía a darnos casa, ducha, todo. Solo teníamos que pagar la comida. Y esto ha sido todo mentira. Una triste mentira.

Hay un grupo de mujeres que quiere escaparse, las escucho hablar en la mesa de al lado, mientras desayunamos. Como si migrar para encontrar trabajo aunque sea temporal haya sido tan fácil…

¿Y si volvemos? ¿A dónde ir ahora? ¿A quién pedir ayuda? ¿A quién decirle que nuestro jefe nos hace propuestas sexuales explícitas si no sabemos ni hablar su idioma?

En el caso de las mujeres musulmanas, como yo, el hecho de que un hombre llegue a tocarnos tiene también un significado que mancha nuestra religión. Nos encontramos en Ramadán y, siguiendo con las leyes del islam, durante el ayuno ningún varón puede tener contacto con nosotras. Mi dignidad está por los suelos.

Las mujeres de la mesa de al lado dicen que hay que denunciar para que a otras mujeres no les suceda lo mismo que a nosotras. Yo no lo sé. Sólo quiero comida para mis hijos. Nos han dicho que “las fresas son frutos delicados que tienen que ser cogidos por manos delicadas” ¿Acaso somos nosotras sumisas, frágiles y delicadas? Los dueños nos han llegado a amenazar con decirles a nuestras familias que veníamos a ejercer la prostitución, romperían nuestro honor en nuestro país, ya que sólo con la duda seríamos repudiadas.
Sentada en mi mesa de desayuno, cojo una hoja de periódico viejo. Me llama la atención una foto, mujeres trabajando en el campo, recogiendo fresas; veo muchas palabras escritas “Jornada Mundial por el Trabajo Decente, 7 de octubre”… Lástima… no sé qué dice… Envuelvo con la hoja un trozo de pan con mantequilla, por si tengo hambre durante el trabajo y lo guardo en el bolsillo del pantalón.

No hay salida.

Pienso en mi familia.

Me alcanzan las botas de lluvia y el chubasquero, llueve copiosamente y hay que salir a recoger las fresas. La lluvia me llena la cara de gotas, que se confunden con mis lágrimas. Como una ceremonia aprendida de memoria, me inclino hacia adelante, me acomodo el hiyab, el jefe dice que las mujeres tenemos flexibilidad y aguante para pasar horas y horas con los riñones flexionados, me contaron mis compañeras y así será.

Sólo tengo algunos deseos: que nos paguen en el Puerto de Algeciras, dentro de un par de meses. Deseo que esto acabe. Deseo que se me curen las heridas de las manos. Deseo recuperar mi dignidad. Deseo que mis hijas mujeres no tengan que pasar por esto. Deseo que ninguna mujer del mundo deba pasar más por esto.

Me acompañan mis hijos en el pensamiento y mientras camino por el barro arrastrando los pies…cantando una antigua canción marroquí que me enseñó mi abuela… pienso… que para nosotras…mujeres… extranjeras o no… a veces… ¡la vida es un campo de fresas!